Lunes de la V semana del Tiempo ordinario
«Para cosas más grandes has nacido». (Ven. Madre Luisita)
LUNES 7 DE FEBRERO Mc 6,51-56 «En todas las aldeas, ciudades o campos en los que entraba, ponían a los enfermos en las plazas y le rogaban que les dejara tocar sólo la punta de su manto y todos los que la tocaban quedaban curados.»
Como cristianos católicos bautizados, estamos llamados a curar a través del sacerdocio común de los fieles.
Tomemos un momento y revisemos la diferencia entre el Sacerdocio Común de los fieles y el Sacerdocio Ministerial del sacerdote. Con el Sacramento del Orden el sacerdote sufre una transformación ontológica (un cambio en su propio ser) y recibe un carácter sacerdotal indeleble en su alma. Nosotros tenemos dos marcas indelebles en nuestra alma desde el Bautismo y la Confirmación. El sacerdote tiene tres marcas indelebles en su alma desde el Bautismo, la Confirmación y la Ordenación u Órdenes Sagradas.
Dicho esto, nos corresponde vivir al máximo el sacerdocio común de los fieles que fluye del Sacramento del Bautismo, siendo una de esas funciones la de curar. Como tales, somos embajadores de Cristo, otros Cristos, si se quiere. Y para algunos, podemos ser el único «Cristo» que encontrarán.
Hoy el P. Ed nos muestra una forma de curar, y es a través del uso de nuestra palabra. Nuestras palabras pueden construir o derribar. Utilicemos esta meditación como un examen de conciencia.
CONSTRUIR CON LAS PALABRAS por el P. Ed Broom, OMV
Todos podemos recordar haber sido heridos por alguien que habló sin pensar y picó nuestro corazón, dejando un mal recuerdo duradero. También, todos recordamos haber abierto la boca sin suficiente reflexión y haber herido a nuestro hermano, hermana o amigo. Inmediatamente después de que la palabra salió de nuestra boca, quisimos volver a pescarla, pero no, ¡demasiado tarde! Una vez pronunciada la palabra, no se puede «silenciar», anular o posponer su llegada al oído y al corazón del oyente.
Jesús habla muy claramente de nuestras palabras: «Toda palabra que sale de la boca será sometida a juicio». (Mt 12,36) Santiago dedica casi un capítulo entero (capítulo 3) a los pecados de la lengua. En resumen, el Apóstol subraya la importancia de aprender el arte de la palabra, recordándonos que debemos ser lentos para hablar y rápidos para escuchar. Nos recuerda que el hombre puede controlar casi todo tipo de animales, pero no la lengua. Además, dice que la misma lengua que se utiliza para alabar a Dios acaba maldiciendo al prójimo. Esto no esta bien.
Por lo tanto, nos gustaría ofrecer cinco breves sugerencias para ayudarnos a utilizar nuestra lengua, nuestro discurso, nuestras palabras, nuestra conversación como un medio para edificar verdaderamente a nuestro prójimo.
PRIMER CONSEJO. Deberíamos tener la costumbre de hablar primero con Dios y luego con el prójimo. ¡Se decía del gran Santo Domingo, fundador de la Orden de Predicadores (entre los que se encontraban San Alberto Magno, y su alumno, Santo Tomás de Aquino) que primero hablaba con Dios y luego hablaba de Dios a los demás! ¡Magnífico! Lo ideal sería que ese fuera nuestro lema y objetivo en la vida con respecto a la palabra: ¡que nuestras palabras comunicaran de alguna manera la presencia de Dios a los demás!
SEGUNDO CONSEJO. ¡Piensa antes de hablar! San Ignacio observa que un alma agitada es un alma en estado de desolación; en este estado, no es el buen espíritu el que nos guía sino el mal espíritu. Por lo tanto, este es el momento de abstenerse de hablar. Habla sólo después de haber reflexionado y de haber recuperado la calma y la tranquilidad. Las palabras apresuradas e impetuosas de un pensamiento poco claro sólo causarán confusión y daño. ¡Evítalo!
TERCER CONSEJO. ¡SILENCIO! ¡El Papa Benedicto XVI insistió en la importancia capital de cultivar el silencio en nuestra vida cotidiana! ¡Hoy sufrimos la contaminación acústica! Las tertulias de la radio, la música pop, los programas de televisión sin parar, los ladridos de los perros hasta altas horas de la noche. A esto hay que añadirle una charla inútil sin parar, a menudo llena de cotilleos. Todos nosotros hemos experimentado estos escenarios y con demasiada frecuencia. Benedicto XVI llegó a decir que si no tenemos momentos de silencio, ¡no podemos entender realmente a la persona que quiere hablarnos! El silencio crea un espacio interior para la escucha, la escucha nos dispone para la unión con el Espíritu Santo y, finalmente, ¡el Espíritu Santo nos enseña a rezar y luego a escuchar con atención y caridad a nuestros hermanos!
CUARTO CONSEJO. Un consejo bíblico de gran importancia: ¡LA REGLA DE ORO! enunciada por el propio Jesús es muy sencilla y todo el mundo la entiende: «Haz a los demás lo que quieres que te hagan a ti». (Lc 6:31) ¿Por qué no llevar la Regla de Oro un paso más y aplicarla específicamente a nuestra forma de hablar? Es decir, «Haz a los demás lo que quieras que te hagan a ti», pero sobre todo: «¡Di a los demás lo que te gustaría que te dijeran a ti!». ¡Pruébalo!
QUINTO CONSEJO. A veces no está claro si lo que decimos es perjudicial para los demás o beneficioso; ¡no siempre está claro! Lo que podría ser de gran ayuda en este asunto es imaginar que durante el tiempo de tu conversación -tu elección de palabras, el tono de voz e incluso tu expresión facial- tres personas muy importantes están de pie y lo observan. Esas tres personas son Jesús, María y San José. Ahora hazte esta pregunta: «Si Jesús, María y San José estuvieran presentes durante esta conversación y escucharan mis palabras, ¿asentirían con una sonrisa de aprobación?». Esta es la prueba de fuego para los seguidores de Jesús. ¿Son nuestras palabras agradables a los ojos de Jesús, de su Santa Madre y del buen San José, que nunca dijo una sola palabra en toda la Sagrada Escritura?
CONCLUSIÓN. Jesús dice que de la abundancia del corazón habla la boca. Jesús también nos advirtió que seremos juzgados por cada palabra que salga de nuestra boca. Por esta razón, Santiago nos advierte que seamos lentos para hablar y rápidos para escuchar.
En el Diario de Santa Faustina, ella admitió que sus tres principales defectos eran los siguientes. Primero, el orgullo de no ser abierta con su Superiora, Irene. Segundo, ¡hablar demasiado! Admitió honestamente que Jesús le reveló que a veces prefería que guardara silencio en lugar de hablar por dos razones: la persona no sacaría provecho de sus palabras, y sería mucho más beneficioso para las almas del purgatorio tener sus oraciones en esos momentos. Por último, no siempre observaba fielmente la Regla.
Recordemos la desafiante exhortación del Doctor franciscano de la Iglesia, San Buenaventura: «Debemos abrir la boca en tres ocasiones: para alabar a Dios, para acusarnos a nosotros mismos y para edificar al prójimo». Fieles a esta exhortación, seguramente evitaremos muchos deslices de la lengua, el Espíritu Santo ungirá nuestras palabras y acumularemos una herencia eterna en el cielo.
Que la Virgen, que meditaba en su Corazón Inmaculado antes de hablar, nos enseñe a magnificar al Señor con nuestras palabras y a edificar verdaderamente al prójimo. «Mi alma engrandece al Señor y mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador». (Lc 1, 46-47)